REYES

Recién habían pasado las fiestas, amanecía enero, el cuatro empezaba el ritual. Ya conversábamos con los amigos sobre los preparativos. Cuánto pasto? Agua? No les gustará más el jugo? Naranja o mandarina? Los camellos, no preferirán un pedazo de zanahoria? Dónde dejaríamos los zapatos? El tiempo era poco y los nervios muchos, se acumulaban los interrogantes. Llegaba el día cinco, la tensión aumentaba, había que preparar todo. Pasto, los platitos, el agua, robarle la lata del agua al perro, buscar el sitio más apropiado calculando por dónde entrarían; además, claro, había que jugar y eso no nos dejaba mucho tiempo.
Todo se detenía, desde las ocho de la tarde, que dejábamos todo preparado, hasta la mañana siguiente había una eternidad. El tiempo se podía medir más con un calendario que con un reloj. A las doce nos levantábamos y, con cierto temor, mirábamos por la ventana. Una vez nos pareció ver la cola de un camello, quizá la vimos, por lo menos estábamos muy convencidos. Nos costaba, pero nos dormíamos, era una noche muy larga.
Cuando nos levantábamos a la mañana no podíamos parar de correr, cada seis de enero el pasillo que llevaba al patio era larguísimo. Allí nos esperaban los regalos, al fin la ilusión tenía forma. Podía ser cualquier cosa, todo nos gustaba, siempre. Ni nos fijábamos en la lata del agua o el platito con pasto que los reyes habían desordenado con cuidado. Todo era regalo, lo que fuera, incluso un año de vacas flacas los reyes me trajeron un asiento de bicicleta y un manubrio, perfectamente colocados en la bici verde que mi hermano mayor había dejado de usar hacía tiempo. Inmediatamente interpreté que la bici se había convertido en herencia. Como en los sueños, no hacía falta explicar nada, ya sabía que era así. Me llené de emoción, ya tenía bicicleta, la verdecita con mil batallas encima, pero ahora era mía. Nada más tocarla imaginé a cuántos lugares iría, a cuáles primero. Empecé a calcular en cuántas pedaladas llegaría a mostrársela a los amigos.
Cada año se repetía la intriga, el ritual y la mañana más maravillosa que pudiéramos imaginar.
Han pasado muchos años, cada seis de enero los reyes dejaron su regalo, perfumes, relojes, viajes, pero jamás volveré a recibir un mejor regalo en mi vida. Jamás veré una bici sin pensar en los sueños del niño que la monta. Jamás dejaré de preparar el pastito y el agua cada cinco de enero.
Si pudiera vovler el tiempo atrás, me gustaría ser otro para ver la cara del niño de cinco años que fui ese día. Contemplarlo, disfrutarlo, escucharlo reír.

Queridos reyes magos:
Gracias por el asiento, el manubrio y por haber hecho posible el hombre ilusionado y feliz que soy. Eternamente, muchas gracias, a los dos.

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