Perdido en medio de la cordillera de los andes, perdido con ganas, olvidado por naturaleza, secreto en cientos de corazones. Silencioso y perenne, digamos que no se levanta ni se erige, sino más bien se desparrama como puede entre medio de las montañas; Divisadero, un entrañable y minúsculo pueblito.
Allí, a ese lugar tan alejado de la mano de Dios, pero tan cercano a su corazón, llegó un hombrecito lleno de sueños, rebosante de magia. Hombrecito por su edad, por lo pequeño que se veía con semejante escenografía. Hombre cabal y total, visto por sus ideales, por su entrega, por su carácter inquebrantable.
Recibido de maestro normal con tan solo 17 años, se metió en el corazón de la roca dispuesto a llevar cultura a esa gente desprotegida y curtida. Gente trabajadora, castigada por el frío y capaz de cubrir sus necesidades con una imaginación apenas más grande que sus bondad.
El comienzo fue duro, como todo comienzo, pero este además sucedió en un lugar particularmente hostil. Donde el frío entra sin permiso, el agua no llega ni con permiso y un polvo que parece talco se mete en los ojos para toda la vida.
Fueron llegando los alumnitos, trazando venas en los cerros, unos a caballo, alguno en bicicleta y todos los demás a pie. Caminaban kilómetros para llegar a su encuentro con el maestro. Unos eran alumnitos y otros alumnos nomás, tanto tiempo sin maestro había llenado de años a los postulantes, que se repartían en el aula única para aprender todos a un mismo tiempo los secretos de la palabra escrita, la magia de la historia, los caprichos de los números y poquito más. Pero para esta gete, esa primera enseñanza lo era todo, lo fue todo y sigue siéndolo. El maestro con paciencia fue tallando la piedra bruta de cada alumno con la intención de llegar al diamante de sus corazones. Sacándoles la cáscara de incultura, frotando con cariño para alcanzar el brillo.
Cuatro décadas después, esos hombres, ancianos muchos, ese puñado de instruidos del medio de los cerros quiso devolverle como podía la dedicación, comprensión y amor al hombre de blanco que azotaba la campana de la escuelita de adobe cada mañana. Así le dedicaron una plaza, la única plaza de Divisadero y posiblemente la única en kilómetros. Un milagro entre las piedras.
Deben haber sido las siete de la tarde, el sol engaña al reloj en esos páramos cordilleranos, cuando la Plaza Maestro José Gregorio Vargas comenzó a llamarse así. Los alumnos abrazaban con emoción al maestro. Y por las lágrimas de éste, podía advertirse que el polvo que parece talco, se le había metido en los ojos para toda la vida.
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