Ella camina de la cocina al comedor, se la ve tan vacilante que hace pensar que no conoce el camino. En sus manos la pila de platos canta en un tintinear sinfónico. La melodía rebota en cada rincón de la casa, sube vaporizado y vuelve al tocar en el ángulo donde la pared se vuelve techo.
En su paseo tambaleante se cruza con Carlos, se saludan, hablan de todo y nada al mismo tiempo, se vuelven a saludar, se dejan. Sigue su rumbo hacia el comedor que parece alejarse, la casa ha tomado una dimensión terrible. Casi ni se ve la puerta del dormitorio, la cocina quedó lejos y ese comedor que aún se niega a aparecer. Unos pasos más adelante se encuentra con su madre. Cuánto tiempo hacía que no se veían, se miran, se reconocen tocándose las manos, apenas si se dibuja una sonrisa en sus rostros detrás de el velo de lágrimas. Sigue caminando con la compañía inconfundible del perfume materno, ya debe estar cerca el comedor, piensa.
Los platos revelan cada paso, se tocan y vibran, se calman, vuelven a cantar. Se encuentra con su hijo, aquel que vive lejos, miradas, besos, lo abrazaría tan fuerte si no tuviera esa pila de platos en las manos, pero lo besa, lo besa muy fuerte y le habla bajito al oído. Sigue su camino.
Al fin ha acabado su tortuoso periplo, está en el comedor.
Se agacha, guarda uno a uno los platos en el mueble oscuro, como cada semana. Los deja dentro despidiéndose de ellos hasta dentro de siete días. Cuando vuelva a emprender su viaje desde la cocina, encontrándose con los fantasmas de la soledad de la casa que tantas veces la vio soñar ilusionada.
La soledad, piensa, lo agranda todo. Y amar es estar solo.
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