ESPANTAPÁJAROS

Mi abuelo era un espantapájaros.
Asustaba a cualquiera. Él dejaba que se acercaran un poco, con su aspecto afable edificado bajo el sombrero. Era difícil encontrarle el lado flaco, se encargaba de contarle las costillas a quien se pusiera enfrente con una maestría que sorprendería a Sherlock Holmes. Sabía de donde venía la gente, qué hacía en el medio y hacia dónde iría luego. Lo percibía en el aire.
Si de repente sentía el aroma de la insensatez, tiraba una mirada como latigazo que hacía que quien estuviera enfrente se despidiera reconociendo vaya a saber qué error. Se espantaba y salía volando.
Mi abuelo, ese hombre de pocas palabras, seguro eran pocas porque se encargaba de cumplirlas y ser consecuente con cada una de ellas, era un espantapájaros. Con una imagen imponente, bastaba acercarse sin miedo y conocerle para saber que era de trapo, sencillo, blando. Con un corazón que de grande se le podía salir de la camisa en cualquier instante. Con perseverancia protegía un solo huerto, el de la familia.
A la sombra de aquel hombretón de sombrero perenne, nacieron plantas. Sus plantas, unas dulces, otras no, unas picantes, otras plantas, nada más. Las plantas del gran espantapájaros crecieron hasta dar sus frutos. Del mismo modo fueron naciendo, unos dulces otros no.
Aquí está uno de ellos. A veces cierro los ojos ante un peligro y se que él se encarga de espantar a quien aceche, los abro y veo alejarse la sombra larga con sombrero. Mi abuelo es un gran espantapájaros.

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