FAROLITOS

Vaya al hotel antes de que se haga de noche, me dijo.
Eran mis primeros minutos en Villazón, una ciudad olvidada, más llena de barro que de gente. Un enclave entre Argentina y Bolivia, está en territorio boliviano, pero nadie en ese país se acuerda de Villazón, menos de su gente. El puente de cien metros que la separa de La Quiaca la deja muy lejos de Argentina, la necesidad de su gente, la deja lejos de Bolivia.
El camino al hotel, por callecitas enlodadas, coronadas por monumentales torres de alumbrado público, solo se vio alterado por el ladrido de algún perro. Todo es calma en esta ciudad de gente sumisa, amable y tranquila. Hasta el reloj parecía más lento a medida que me adentraba en dirección a la plaza central.
Un par de horas más tarde la noche ya se había apropiado de todo. ¿Por qué no encienden las luces de la calle? -pregunté. Porque están ahí, pero no funcionan, me contestó con total naturalidad el conserje. Empezaba el recorrido por la ciudad de la oscuridad.
En los primeros metros me sorprendí por un telaraña de silbidos que ensordecía, una congestión sonora impresionante, sin ritmo ni sentido. Un poco más habituado, como quien adapta sus ojos tras encandilarse, empecé a diferenciar los silbidos. No se podía ver a un metro en la oscuridad opaca de Villazón. La gente se saludaba con silbidos, unos desde esta esquina, los otros desde vaya uno a saber dónde. Hasta parecían establecer pequeñas conversaciones con la intención de un silbido distinto a otro. Alguien silbaba con potencia desde un banco de la plaza y si escuchaba la respuesta, partía al encuentro de su amigo.
No podía creer lo que escuchaba, el poder de la comunicación en boca de personas que se fueron adaptando gracias a su total carencia. Menos aún, podía creer lo que había visto esa misma tarde, las torres de alumbrado colocadas por algún gobierno como si se tratara de esculturas o adornos de una promesa urbana.
Villazón y su gente, son muy pobres, expuestos al abuso de quienes prometiendo luz, van sucediéndose en la administración. Son tan pobres que no se veía una sola linterna, ni una luz que invitara a sosegar ese paseo a tientas por las calles embarradas. Tan pobres que se me ocurrió comentarlo con un joven de allí, entre silbido y silbido. Me dijo que las noches eran muy lindas en su pueblo, que se conocían todos por el metal de su silbido y que las noches de luna llena eran una verdadera fiesta. Entonces cambié de opinión, me di cuenta que la pobreza existía en los que nos dábamos cuenta que faltaba luz, pero ellos están llenos de riqueza a fuerza de pulmón. Y que sus ganas de encontrarse les enciende un farolito a cada uno, en el corazón.

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