Cuando la vi me llamó la atención por su pañuelo al cuello. Se advertía un toque de elegancia que no daba el brazo a torcer a la realidad. El pelo, plateado, natural, experiencia cabello a cabello. Venía con su pasito vacilante hacia la caja, sacó un paquete de fideos, un par de calditos, una lata de tomates y una larga y escuálida barra de pan. Doce con cincuenta, sacó la cantidad exacta de su monedero y se fue caminando a la velocidad que le permite ese dolor de rodilla que parece no tener solución.
Me quedé pensando en la señora del pañuelo al cuello, en su porte digno y amable. Pensé en los fideos que haría ese día, en la ración justa de su compra. Traté de seguirla con mi carro quincenal, hasta fantaseé con la posibilidad de acercarme a darle algo para aportar a su magra bolsita.
Aquí deberían estar los economistas y síndicos que elaboran planes e informes de miles de páginas, tratando de reflejar los índices económicos. En las cajas de supermercado se ve la realidad.
Cada invierno aceptan el incremento de la pobreza, imposible de evitar en los poblados cajeros de los bancos. Convertidos en verdaeras residencias nocturnas de quienes no tienen más techo que un cartón. No señores, se puede ver a plena luz del día, en estas microscópicas operaciones comerciales.
Hoy volví a ver a la dama del pañuelo al cuello en el super, y cuando los opacos ojos de la cajera le dijeron siete con cincuenta, me di cuenta que vamos mal. Mal.
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