Febrero regalaba un naranja suave que venía del azul más diáfano que se pueda imaginar. El naranja se fundía en redondeles como los que hace el pincel de acuarela en el vaso de agua y suave, acompasado, se convertía en violeta.
De repente estaba envuelto en uno de esos momentos en que la magia parece venir a apoderarse de todo y de todos. El momento justo en que el sol da su guiño, cuando la noche aprovecha y se le abalanza como una pantera para cegarlo definitivamente. Son dos segundos, un abrir y cerrar de ojos y la señora noche cubre con su capa todo el sol con un golpe de cadera de cabaret. Es el atardecer un momento increíble. Un instante que nos llena de emoción, que nos enseña que no sabemos nada de colores. Y al otro día vuelve a mostrarnos que no aprendimos nada, que jamás sabremos nada de colores. Si algún día nos parece que ya no hay qué nos sorprenda, siempre tendremos un atardecer más.
Ribetes pálidos en un horizonte que perdió la pulseada, la noche promete llegar de un momento a otro. Estoy ansioso esperando ese instante. He pasado todo este rato extasiado con los caprichos del color, para llegar a mi encuentro.
Comienza todo cuando las primeras estrellas parpadean aún como desperezándose. Cuando los diamantes tirados al azar sobre el terciopelo negro van ocupando su lugar. De pronto veo a mi izquierda que se ha terminado de armar el cinturón de Orión. Esa es la que esperaba, la estrella de abajo, la del pie, es mi preferida. Allí vive un amigo mío, un queridísimo amigo. Un ser especial, revoltoso, dueño de una vitalidad envidiable. De esos tipos que rara vez te cruzas en la vida y parece que quieren vivir diez vidas en una sola. Se que vive allí, en la estrella más baja de Orión, porque cada vez que pasé por un momento difícil lo tuve para pedirle que me echara una mano. Para que me ayudara a aclararme, para que conversara conmigo un rato. Este tipazo vivió sus diez vidas en una sola y muy joven se fue a vivir a aquella estrella. Fue mi primera gran pérdida, fue el momento en que descubrí que todo puede pasar. Que los vientos pueden girar y se vuela todo al revés. Que cuando las cosas se vuelan no se puede salir corriendo detrás, el viento es veloz. Y un chico en la alborada de su vida nos dice adiós, que se va a vivir a una estrella, que elijamos cual. Cuando veo que el sol se torna más rojizo, cuando percibo esa brumilla que se le cuela por los costados, dejo lo que esté haciendo, no importa que sea, jamás será más importante; y me siento un momento a esperar a mi primo. Lo saludo, le guiño un ojo y sigo con lo mío. Cuando veas un sol rojizo, siéntate un instante, siempre tendrás una estrella para poner un amigo. No se, pero me da la sensación de que puede estar más contento allí. O seré yo, no lo se.
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