EL HUERTO DE LAS SONRISAS

Tengo un amigo que es dueño de todo el mundo.
Camina entre las berenjenas con la cautela de un equilibrista, pone cuidadoso un pie delante del otro. Se le meten terrones de tierra fértil por la boca de la zapatilla y pareciera que lo disfrutara más. De un salto de los suyos, de esos saltos de atleta octogenario, se enfila entre los pimientos; rojos, verdes, rojos, verdes. Gira a la derecha y se sumerge en un océano de cebollas, el mar verde azulado le acaricia las rodillas, él camina mirando hacia el cielo, pero es incapaz de pisar una sola planta. Más adelante están los ajos que se agitan a su paso como si quisieran hacerle cosquillas para darle la bienvenida.
Así son las mañanas de mi amigo Joan, el bisabuelo de mi hija. Un catalán de piel dorada que reparte sonrisas con la misma generosidad que tira semillas en los surcos o riega las plantitas lleno de esperanza. En su huerto tiene los mejores melocotones del mundo, los mismísimos que merecieran el halago de Johan Cruyf, la medalla que ostenta el Joan desde hace años. También tiene manzanas que le pesan a las ramas de unos árboles que casi tienen su misma edad. Unas peras por allí, uvas, lechugas, alcachofas. Tiene unas perras que lo adoran, un ejército de gatos que a su llamado vienen en tropel como el séptimo de gatería. Le gustan tanto sus amigos que hasta tiene un pez grandote y gris al que le da pan en la boca.
Lo tiene todo allí, en su hectárea. En su mundo. Dueño de todo el mundo, poseedor de una sonrisa que te puede cortar, en un solo segundo, años de angustia.
Hoy vino a traerle sus cerezas a su nieta, dejó la bolsita, se rió un poco y se fue como solo él sabe irse, caminando con la certeza de que va por el camino correcto. Estaba apurado, tenía que volver al mundo, adonde reina la flor, vuelan los ladridos y él se gira y se ríe con un melocotón, de los de Cruyf, rezumando sus lágrimas rosadas que se le cuelan al Joan entre los dedos. Lágrimas de risa, claro.

SIGUE LLOVIENDO

Clin clin, clin clin…
Serán las tres de la tarde, estoy sentado en la galería de mi casa, tengo seis años y la lluvia canta sobre el techo de chapa. Clin clin, clin clin…
El olor de la tierra mojada se me ocurre hoy entrañable, quisiera sentirlo ahora mismo y que se quedara de fondo para siempre. Clin clin, clin clin… He visto tantas lluvias, veré tantas también. Me fascina la lluvia, con un pequeño esfuerzo podría acordarme de cada una, de cada lluvia que vi en mi vida. He visto llover en los sitios más distantes. Vi tormentas en el Amazonas, tímidas lluviecitas que a duras penas parecían un estornudo sobre el desierto. Estuve horas gozando bajo la lluvia con el mar andaluz a la cintura. He caminado kilómetros bajo una cortina plateada que caía incesante. He reído como loco cuando parecía que el cielo entero se derramaba sobre San Marcos Sierras.
A veces veo una nube perdida deambulando por aquí y quisiera poder pedirle que se vaya a San Juan, a la casa de la esquina y que si ve un niño sentado en la galería le cante: Clin clin, clin clin…
De ella también depende que algún día sea un hombre lleno de felices recuerdos.

CORAJE MUCHACHA

Cuando la vi me llamó la atención por su pañuelo al cuello. Se advertía un toque de elegancia que no daba el brazo a torcer a la realidad. El pelo, plateado, natural, experiencia cabello a cabello. Venía con su pasito vacilante hacia la caja, sacó un paquete de fideos, un par de calditos, una lata de tomates y una larga y escuálida barra de pan. Doce con cincuenta, sacó la cantidad exacta de su monedero y se fue caminando a la velocidad que le permite ese dolor de rodilla que parece no tener solución.
Me quedé pensando en la señora del pañuelo al cuello, en su porte digno y amable. Pensé en los fideos que haría ese día, en la ración justa de su compra. Traté de seguirla con mi carro quincenal, hasta fantaseé con la posibilidad de acercarme a darle algo para aportar a su magra bolsita.
Aquí deberían estar los economistas y síndicos que elaboran planes e informes de miles de páginas, tratando de reflejar los índices económicos. En las cajas de supermercado se ve la realidad.
Cada invierno aceptan el incremento de la pobreza, imposible de evitar en los poblados cajeros de los bancos. Convertidos en verdaeras residencias nocturnas de quienes no tienen más techo que un cartón. No señores, se puede ver a plena luz del día, en estas microscópicas operaciones comerciales.
Hoy volví a ver a la dama del pañuelo al cuello en el super, y cuando los opacos ojos de la cajera le dijeron siete con cincuenta, me di cuenta que vamos mal. Mal.